“”El genio – decía Fourier – debe volver a descubrir las huellas de aquella felicidad primitiva y adaptarla a las condiciones de la industria moderna” (1). El comunismo primitivo buscaba a través de los siglos y los océanos el modelo que proponer al comunismo del futuro. En segundo lugar, el socialismo adoptó una forma de argumentación que, si no quedaba fuera del alcance de la clásica tradicíon liberal, tampoco estaba muy dentro de él: la evolucionista e histórica. Para los liberales clásicos y también para los priméros socialistas modernos, tales proposiciones eran naturales y racionales, distintas de la sociedad artificial e irracional que la ignorancia y la tiranía impusieron antaño al mundo. Ahora que el progreso y la ilustración habían demostrado a los hombres lo que era racional, todo lo que había que hacer era barrer los obstáculos que impedían al sentido común seguir su camino. (…) Había un elemento de evolucíon histórica en esta clásica causa racionalista en pro de la buena sociedad, ya que una ideología  de progreso implica otra de evolución, tal vez de inevitable evolución a través de las etapas del desarrollo histórico. Pero solamente cuando Carlos Marx (1818-1883) trasladó el centro de gravedad de la argumentación socialista desde su racionalidad o deseabilidad hasta su inevitabilidad histórica, el socialismo adquirió su más formidable arma intelectual, contra la que todavía siguen erigiéndose defensas polémicas. Marx extrajo esa linea de argumento de una combinacíon de las tradiciones ideológicas alemana y franco-inglesa (economía política inglesa, socialismo francés y filosofía alemana). Para Marx la sociedad humana había roto inevitablemente el comunismo primitivo en clases; inevitablemente también se desarrollaba a través de una sucesión de sociedades clasistas, cada una, a pesar de sus injusticias, “progresiva” en su tiempo, cada una con las “contradicciones internas” que hasta cierto punto son un obstáculo para el ulterior progreso y engendran las fuerzas para su superación. El capitalismo era la última de ellas, y Marx, lejos de limitarse a atacarlo, utilizó toda su elocuencia, con la que estremecía al mundo, para pregonar públicamente sus logros históricos” [Eric J. Hobsbawm, Las revoluciones burguesas, 1982] [(1) Citado en Talmon, Political Messianism, 1960, pág. 127]